viernes, enero 23, 2009

UNA VIDA SIN EXPECTATIVAS


En ocasiones lo más complicado de la vida no consiste en afrontar las situaciones imprevistas que nos golpean sin avisar. A menudo lo más difícil es el enfrentarse a la eterna repetición: los días sucesivos, las rutinas implacables, lo que sucede una y otra vez de la misma manera hasta el punto de confundir nuestra existencia en una mancha gris, dentro de la cual nos olvidamos hasta de nosotros mismos… dejamos nuestra alma y nuestras ilusiones en un cajón cerrado, permitiendo que las horas resbalen sobre nuestra piel con una absoluta insensibilidad. Con insensibilidad pero también sufriendo el repentino dolor que nos asalta cuando miramos nuestras manos y buscamos sin encontrarlo el tiempo perdido.


A veces miraba a mi alrededor y me parecía encontrarme en el medio de un océano en calma total, bajo un cielo azul vacio y desolado, mi vida como un velero inmóvil y rodeado de otros tantos veleros semejantes. Esperando el momento en que el agua y la sal terminasen por comer sus tablas para hundirse poco a poco y desaparecer, sin dejar en la superficie más que un dibujo de círculos concéntricos que se borraría poco a poco.


Quizás las cosas ocurren en respuesta a una necesidad. No lo sé.


Una madrugada volvía a casa a lomos de mi herrumbrosa bicicleta, feliz por haber terminado una larga semana de turnos nocturnos para poder por fin descansar, cuando empezó la niebla. Una niebla aparecida como aparecen los espíritus, de improviso, tras una noche heladora en la que había nevado ligeramente haciendo relucir todo a mi alrededor con una vaga fosforescencia. La niebla comenzó casi a crecer de entre la hierba y los arbustos de los jardines, abrazando la ciudad cuando yo atravesaba un largo paseo arbolado paralelo al río por el que normalmente a aquellas horas solo corría el viento helado y yo mismo dando pedales.


No vi a la chica hasta que no la tuve casi encima, caminaba muy deprisa de espaldas a mi, y tuve que tocar el timbre de mi bici gritando:


-¡Eh, cuidado, no quiero atropellarte!

Se giró un momento haciendo bailar sus cabellos rubios casi como una imagen rodada a baja velocidad y capté solo un destello de su mirada en aquella penumbra fantasmagórica, luego echó a correr.


Detuve un momento la bici perplejo, luego volví a pedalear voceando:


-¡Oye perdona, no quería asustarte!


Ella corría sorprendentemente deprisa, pero aún así pude oir su voz clara como si me hablase al oído, exclamando:


-¡No lo entiendes, no lo entiendes!...


-¡Que no voy a hacerte daño, en serio!-repliqué riendo a punto de alcanzarla-.


Entonces frenó en seco, dio media vuelta y tuve que derrapar poniendo un pie en tierra para no atropellarla de verdad. 


-Pero que…


-No lo entiendes –repitió en un tono tan frio como la misma madrugada- Eres tu el que debes asustarte.


En ese momento no entendí ni tan siquiera lo que me estaba diciendo, absolutamente fascinado por su belleza, por cada detalle que la rodeaba: los rizos dorados mezclados con copos de nieve, el leve resplandor de su piel perfecta y blanca, sus labios entreabiertos y sobre todo sus ojos, sus ojos oscuros, profundos como dos abismos hermosos y terribles abiertos en su rostro…


“¡PERO QUIERES IRTE YA, IMBECIL!”gritó haciéndome pestañear y salir de mi estupefacción. 
Salí disparado sin mirar atrás pensando “vale, que te zurzan” y con el corazón latiendo a toda velocidad. 


Aquello fue el principio de todo, y yo ni me había enterado.